Cuando me tocas, me
siento mujer. Sin ti no tengo ni la forma, ni el aspecto, ni el olor,
pero cuando me tocas me siento realmente una mujer.
Tú me mueves con un
simple balanceo y yo me dejo llevar. Para no interrumpirte, para no
destrozar tu perfecto cálculo, cada de una de tus respiraciones.
Yo te siento. Yo te
siento encima de mí,
abrazándome, ni muy suave ni muy fuerte, la manera precisa que yo
esté bien agarrada y me puedas manejar.
Tú me haces sonar.
Porque es imposible que sin ti yo lo haga. Un sonido tan potente y
ceremonioso que todo lo demás parece disolverse para impedir que su
pureza se pierda.
Yo cambio. Yo cambio
cuando tú lo haces, cuando tú me mueves, cuando tú me tocas y
cambias, yo también cambio. Lo hago contigo. Lo hago necesariamente
contigo. Porque sin ti no lo haría.
Yo no soy más que
un trozo de madera que no tiene forma, ni aspecto, ni olor de mujer,
pero cuando tú me tienes es distinto. Yo me comporto como si lo
fuera, la mujer de tu vida, la que te hace soñar con grandes
ambiciones. Porque sé que eres ambicioso y me encanta.
Yo me comporto como
la mujer que te permite ser el hombre más feliz del mundo. Cuando me
tocas, yo noto como tú te vuelcas en mí, que yo soy tu todo y tú
lo eres todo para mí.
Cuando no lo haces,
me duele. No es que te quiera solamente para mi, no es eso. No podría
hacerte eso. Simplemente, porque no podría estar sin ti. Me
entristezco porque parece que no quieres que te conozcan, que no
quieres que las personas que te rodean te vean como te veo yo, como
te veo cuando estamos juntos.
Porque juntos
conseguimos elevarnos. Juntos conseguimos que este mundo espléndido
y culpable no exista. Sólo somos tú y yo, y nuestro sonido.
Cuando estamos allá arriba, cuando estamos en el escenario y la
gente nos mira, no pensamos ni en gustarles ni en sentirnos mejor que
ellos. Pensamos en los dos. Así somos.
Lo más extraño es
que en ese momento, cuando nos fundimos madera y corazón, sonido y
sentimiento, noto como una persona del público, una mujer que nos
está viendo, tiene celos de mí. Le gustaría que fuese ella quien
estuviese en tus brazos. Le gustaría que fuese ella quien se dejara
llevar por ti y disfrutar de tus manos, de tu cuerpo, de tu
respiración.
Yo siempre fui un
trozo de madera y ella una mujer. Y a mí me gustaría poder ser ella
y ella ser madera para ti. Somos las protagonistas de esta paradoja,
otra más entre tantas.
Aunque aún es más
paradójico, que a pesar de que pretendas cambiarme, te siga
queriendo. Porque soy consciente de que mi vida solo tiene sentido si
estoy contigo. Porque en el momento que me abandones, volveré a ser
un simple violonchelo. Yo ya no seré más tú mujer, ni el sueño de
tus ambiciones, ni tu felicidad. Seré un recuerdo que sobrepasará
las cuerdas rotas, el polvo y la muerte. Pero de algún modo, aunque
no me toques, no me muevas, no me hagas sonar; permaneceré viviendo
en tu memoria. Eso lo sé.
Pero, ¿y aquella
mujer? La mujer que nos miraba cuando eramos uno y demostrábamos con
arco en la mano lo que eramos capaces, ¿qué pasará con ella?
¿Tendrá celos de la próxima madera que venga? ¿La olvidarás? ¿Te
olvidará? Creo que ella también
necesita que la abraces.